lunes, 12 de junio de 2017

Benedicto XVI - La muerte de Jesús como reconciliación (expiación) y salvación


3. La muerte de Jesús como reconciliación (expiación) y salvación

En un último punto quisiera tratar de hacer ver, al menos a grandes líneas, cómo la Iglesia naciente, bajo la guía del Espíritu Santo, fue ahondando lentamente en la verdad más profunda de la cruz, movida por el deseo de entender siquiera de lejos su motivo y su objeto. Sorprendentemente, una cosa estaba clara desde el  principio: con la cruz de Cristo, los antiguos sacrificios del templo quedaron superados definitivamente. Había ocurrido algo nuevo.

La expectación suscitada en la crítica de los profetas, que se había manifestado en particular también en los Salmos, había encontrado su cumplimiento: Dios no quería ser glorificado mediante los sacrificios de toros y machos cabríos, cuya sangre no puede purificar al hombre ni expiar por él. El nuevo culto anhelado, pero hasta entonces todavía sin definir, se había hecho realidad. En la cruz de Jesús se había verificado lo que en vano se había intentado con los sacrificios de animales: el mundo había obtenido la expiación. El «Cordero de Dios» había cargado sobre sí el pecado del mundo y lo había quitado de allí. La relación de Dios con el mundo, perturbada por la culpa de los hombres, había sido renovada. La reconciliación se había cumplido.


Así, Pablo pudo sintetizar el acontecimiento de Jesucristo, su nuevo mensaje, con estas palabras: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,19s). Conocemos sobre todo por las cartas de Pablo las agudas controversias que hubo en la Iglesia naciente sobre la cuestión de si la ley mosaica conservaba su fuerza vinculante también para los cristianos. Por eso es tan sorprendente que —como se ha dicho— sobre un punto hubiera concordia desde el principio: los sacrificios del templo —el centro cultual de la Tora— habían sido superados. Cristo ha ocupado su puesto. El templo seguía siendo un lugar venerable de oración y anuncio. Sus sacrificios, en cambio, ya no eran válidos para los cristianos.
Pero ¿cómo debía entenderse esto más precisamente? En la literatura neo-testamentaria hay varios intentos de interpretar la cruz de Cristo como el nuevo culto, la verdadera expiación y la verdadera purificación del mundo contaminado.

Ya hemos hablado otras veces del texto fundamental de Romanos 3,25, en el que Pablo retoma una tradición de la primera comunidad judeocristiana de Jerusalén, calificando a Jesús crucificado como hilasterion. Como hemos visto, con esta palabra se indica la cubierta del Arca de la Alianza que durante el sacrificio expiatorio, en el gran día de la expiación, se rociaba con la sangre de la reparación. Digamos de inmediato cómo interpretan ahora los cristianos este rito arcaico: no es el contacto de sangre animal con un objeto sagrado lo que reconcilia a Dios y al hombre. En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de Dios mismo. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto con el inmensamente Puro, Él, el Puro, se revela al mismo tiempo como el más fuerte. En este contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible.

Si tratamos de reflexionar un poco más a fondo sobre esta convicción, encontramos también la respuesta a una objeción suscitada repetidamente contra la idea de expiación. Tantas veces se dice: ¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es esta una idea indigna de Dios? ¿No debemos quizás, en defensa de la pureza de la imagen de Dios, renunciar a la idea de expiación? En la presentación de Jesús como hilastérion se puede ver cómo el perdón real que se produce partiendo de la cruz tiene lugar precisamente de manera inversa. La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la oscuridad.
Objetivamente, el Evangelio de Juan (especial-mente con la teología de la oración sacerdotal) y la Carta a los Hebreos (con toda la interpretación de la Torá cultual en la perspectiva de la teología de la cruz) han desarrollado precisamente estas ideas y así han hecho ver al mismo tiempo cómo en la cruz se cumple el íntimo sentido del Antiguo Testamento; y no solamente la crítica de los profetas al culto, sino, positivamente, también aquello que había sido siempre el significado y la intención del culto.
De la gran riqueza de la Carta a los Hebreos quisiera proponer para la reflexión un solo texto fundamental. El autor califica el culto del Antiguo Testamento como «sombra» (10,1) y lo explica así: «Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados» (10,4). Luego cita el Salmo 40,7ss e interpreta estas palabras del Salmo como diálogo del Hijo con el Padre, un diá-logo en el que se cumple la Encarnación, a la vez que se hace realidad la nueva forma del culto divino: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en los libros: “Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad”» (Hb 10,5ss; cf. Sal 4Q,7ss).

En esta breve cita del Salmo hay una modificación importante respecto al texto original, una modificación que presenta el punto final de un desarrollo en tres etapas de la teología del culto. Mientras que la Carta a los Hebreos lee: «Me has preparado un cuerpo», el Salmista había dicho: «Me abriste el oído». Ya aquí, los sacrificios del templo habían sido reemplazados por la obediencia. El verdadero modo de venerar a Dios se encuentra en la vida marcada por la Palabra de Dios y dentro de ella. En esto el Salmo coincidía con una corriente del espíritu griego del último periodo antes del nacimiento de Cristo: también en el mundo griego se sentía cada vez más insistentemente la insuficiencia de los sacrificios de animales, que Dios no necesita y en los que el hombre no da a Dios lo que Él podría esperar del hombre. Así queda formulada aquí la idea del «sacrificio modelado por la palabra»: la oración, la apertura del espíritu humano hacia Dios, es el verdadero culto. Cuanto más se convierta el hombre en palabra —o mejor, se hace respuesta a Dios con toda su vida— tanto más pone en práctica el culto debido.

En el Antiguo Testamento, desde el principio de los Libros de Samuel hasta la más tardía profecía de Daniel, encontramos de manera nueva cada vez la búsqueda afanosa en torno a esta forma de pensar que enlaza cada vez más estrechamente con el amor por la Palabra orientadora de Dios, es decir, por la Tora. Se venera a Dios de manera justa cuando nosotros vivimos en la obediencia a su Palabra y, moldeados así interiormente por su voluntad, nos ajustamos a Dios.

Por otro lado, siempre queda también una cierta impresión de insuficiencia. Nuestra obediencia es siempre deficiente. La voluntad personal se antepone una y otra vez. Sin embargo, el profundo sentido de la insuficiencia de toda obediencia humana a la Palabra de Dios hace que irrumpa continuamente de nuevo el deseo de expiación, aunque, dada nuestra condición y nuestros escasos «resultados» en cuestión de obediencia, no pueda llevarse a cabo. Por eso, en medio del discurso sobre la insuficiencia de los holocaustos y los sacrificios surge también una y otra vez el deseo de que éstos puedan hacerse de manera más perfecta (cf. p. ej. Sal 51,19ss).

En la versión que la palabra del Salmo 40 ha encontrado en la Carta a los Hebreos se contiene la respuesta a dicho deseo: el deseo de que se dé a Dios lo que nosotros no podemos darle, pero que, no obstante, el don sea nuestro, encuentra su cumplimiento. El salmista decía: «No quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído». El verdadero Logos, el Hijo, dice al Padre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo». El Logos mismo, el Hijo, se hace carne, asume un cuerpo humano. Así es posible una nueva forma de obediencia, una obediencia que va más allá de todo cumplimiento humano de los Mandamientos. El Hijo se hace hombre, y en su cuerpo le devuelve a Dios toda la humanidad. Sólo el Verbo que se ha hecho carne, cuyo amor se cumple en la cruz, es la obediencia perfecta. En Él, no sólo se ha culminado definitivamente la crítica a los sacrificios del templo, sino que se ha cumplido también el anhelo que comportaba: su obediencia «corpórea» es el nuevo sacrificio en el cual nos incluye a todos y en el que, al mismo tiempo,  toda nuestra desobediencia es anulada mediante su amor.

Dicho de nuevo con otras palabras: nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la controversia sobre la justificación. El Hijo que se ha hecho carne lleva en sí a todos nosotros y ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismos. Por eso forma parte de la existencia cristiana tanto el sacramento del Bautismo, la acogida en la obediencia de Cristo, como la Eucaristía, en la que la obediencia del Señor en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae dentro de la adoración perfecta realizada por Jesucristo.

Lo que dice aquí la Iglesia naciente sobre la Encarnación y la cruz, asimilando en oración el Antiguo Testamento y el camino de Jesús, entra en el centro de la búsqueda dramática que en aquel periodo se desarrolla sobre la correcta comprensión de la relación entre Dios y el hombre. No responde únicamente al «porqué» de la cruz, sino también, y al mismo tiempo, a las preguntas que acosaban tanto al mundo judío como al pagano sobre cómo llegar a ser rectos ante Dios y, viceversa, cómo puede comprenderse correctamente al Dios misterioso y escondido, en el supuesto de que éste se encuentre al alcance de los hombres.

Por todas las reflexiones precedentes se ha podido ver que, con eso, no sólo se ha elaborado una interpretación teológica de la cruz, como también de los sacramentos cristianos fundamentales —a partir de la cruz— y del culto cristiano, sino que abarca también la dimensión existencial: ¿Qué comporta esto para mí, qué significa para mi camino de persona humana? Pues bien, la obediencia «corpórea» de Cristo se presenta precisamente como espacio abierto en el que se nos acoge a nosotros y a través del cual nuestra vida personal encuentra un nuevo contexto. El misterio de la cruz no está simplemente ante nosotros, sino que nos afecta y da a nuestra vida un nuevo valor.

Esta vertiente existencial de la nueva concepción del culto y del sacrificio aparece particularmente clara en el capítulo 12 de la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios; éste será vuestro culto espiritual (literalmente: como culto modelado por la palabra)» (v. 1). Se retoma aquí el concepto del culto a Dios mediante la palabra (logiké latreía) y se entiende el abandono de toda la existencia en Dios; un abandono en el que, por decirlo así, el hombre entero se hace como palabra, se ajusta a Dios. Se subraya con esto la dimensión de la corporeidad: precisamente nuestra existencia corpórea ha de estar impregnada de la Palabra y convertirse en entrega a Dios. Pablo, que tanto resalta la imposibilidad de la justificación fundándose en la propia moralidad, presupone indudablemente en esto que el nuevo culto de los cristianos, en el cual ellos mismos son «víctima viva y santa», sólo es posible participando en el amor hecho carne de Jesucristo, ese amor que, mediante el poder de su santidad, supera toda nuestra insuficiencia.

Si debemos decir, por un lado, que con esta exhortación Pablo no cede a ninguna forma de moralismo y no desmiente para nada su doctrina acerca de la justificación mediante la fe —y no por las obras—, por otro queda claro que con esta doctrina de la justificación no se condena al hombre a la pasividad: no se convierte en un destinatario meramente pasivo de la justicia de Dios, la cual, en ese caso, sería en el fondo algo externo a él. No, la grandeza del amor de Cristo se manifiesta precisa-mente en que Él, a pesar de toda nuestra miserable insuficiencia, nos acoge en sí, en su sacrificio vivo y santo, de manera que llegamos a ser realmente «su Cuerpo».

En el capítulo 15 de la Carta a los Romanos Pablo retoma una vez más la misma idea con mucha insistencia, interpretando su apostolado como sacerdocio y hablando de los paganos convertidos a la fe como el sacrificio vivo agradable a Dios: Os he escrito «en virtud de la gracia que Dios me ha dado, de ser ministro de Jesucristo para los gentiles, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar el Evangelio de Dios, para que la oblación de los gen-tiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (15,15s).

En tiempos más recientes se ha considerado este modo de hablar de sacerdocio y sacrificio como meramente alegórico. Se trataría de sacerdocio y de sacrificio únicamente en sentido impropio, puramente espiritual, no en sentido cultual, real. Sin embargo, Pablo mismo y toda la Iglesia antigua lo han visto precisamente en el sentido opuesto. Para ellos, el sentido impropio del sacrificio y del culto era el de los sacrificios materiales: un intento de llegar a algo que, no obstante, eran incapaces de alcanzar. El culto verdadero es el hombre vivo que se ha convertido completamente en respuesta a Dios, modelado por su Palabra sanadora y transformadora. Y el verdadero sacerdocio, por tanto, es ese \ ministerio de la Palabra y el Sacramento que transforma a los hombres en una entrega a Dios y con- I vierte el cosmos en una alabanza al Creador y 1 Redentor. Por eso, el Cristo que se ofrece a sí I mismo en la cruz es el auténtico Sumo Sacerdote, ! al que se refería de manera simbólica el sacerdocio j de Aarón. El don que Él hace de sí mismo —su obediencia que nos acoge a todos nosotros y nos devuelve a Dios— es, pues, el verdadero culto, el verdadero sacrificio.

Por este motivo, el entrar en el misterio de la cruz ha de estar en el centro del ministerio apostólico y del anuncio del Evangelio que conduce a la fe. Por consiguiente, si bien podemos ver el centro del culto cristiano en la celebración de la Eucaristía, en la participación, nueva cada vez, en el misterio Sacerdotal de Jesucristo, hay que tener siempre presente, sin embargo, toda su magnitud: su finalidad es atraer constantemente a cada persona, y a\ mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser, yunto con Él, una ofrenda «agradable, santificada por el Espíritu Santo» {Km 15,16).
Desde estas reflexiones, la mirada se abre por fin hacia una dimensión ulterior de la idea cristiana de culto y sacrificio. Se deja ver nítidamente en este versículo de la Carta a los Filipenses, en la que Pablo prevé su martirio y, al mismo tiempo, lo interpreta teológicamente: «Y si también mi sangre se ha de derramar como sacrificio y en la liturgia de vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría» (2,17; cf. 2 Tm 4,6). Pablo considera su presentido martirio como liturgia y como un acontecimiento sacrificial. También esto, una vez más, no es simplemente una alegoría y un modo de hablar impropio. No, en el martirio es llevado totalmente dentro de la obediencia de Cristo, dentro de la liturgia de la cruz y, así, dentro del verdadero culto.

La Iglesia antigua, apoyándose en esta interpretación, ha podido comprender el martirio en su verdadera profundidad y grandeza. Ignacio de Antioquía, por ejemplo, según la tradición, decía ser como el trigo de Cristo, que debía ser triturado para convertirse en pan de Cristo (cf. Ad Rom., 4, 1). En el relato del martirio de san Policarpo se dice que las llamas que le iban a quemar tomaron la forma de una vela hinchada por el viento; ésta «envolvía el cuerpo del mártir, y él estaba en el centro, no como carne que se quema, sino como el pan que se está cociendo», y emanaba «un aroma como de incienso perfumado» (Mart. Polyc., 15). También los cristianos de Roma han interpretado de modo análogo el martirio de san Lorenzo, abrasado en una parrilla; no sólo vieron en ello su perfecta unión con el misterio de Cristo, que en el martirio se ha hecho pan para nosotros, sino también una imagen de la existencia cristiana en general: en las tribulaciones de la vida se nos purifica lentamente al fuego, podemos transformarnos en pan, por decirlo así, en la medida en que en nuestra vida y en nuestro sufrimiento se comunica el misterio de Cristo, y su amor hace de nosotros una ofrenda para Dios y para los hombres.

La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón: en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, y esto va más allá de nuestra lógica. Y, sin embargo, en el mensaje del Nuevo Testamento y en su verificarse en la vida de los santos, el gran misterio se ha hecho completamente luminoso.

El misterio de la expiación no tiene que ser sacrificado a ningún racionalismo sabiondo. Lo que el Señor respondió a la petición de los hijos de Zebedeo sobre los tronos que ocuparían a su lado, sigue siendo una palabra clave para la fe cristiana. «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).


Fuente: Ratzinger, Joseph, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Madrid, Planeta, 2011, pp. 267-279

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