3. La muerte de Jesús como reconciliación
(expiación) y salvación
En un último punto quisiera tratar de hacer
ver, al menos a grandes líneas, cómo la Iglesia naciente, bajo la guía del
Espíritu Santo, fue ahondando lentamente en la verdad más profunda de la cruz,
movida por el deseo de entender siquiera de lejos su motivo y su objeto.
Sorprendentemente, una cosa estaba clara desde el principio: con la cruz de Cristo, los
antiguos sacrificios del templo quedaron superados definitivamente. Había
ocurrido algo nuevo.
La expectación suscitada en la
crítica de los profetas, que se había manifestado en particular también en los
Salmos, había encontrado su cumplimiento: Dios no quería ser glorificado
mediante los sacrificios de toros y machos cabríos, cuya sangre no puede
purificar al hombre ni expiar por él. El nuevo culto anhelado, pero hasta
entonces todavía sin definir, se había hecho realidad. En la cruz de Jesús se
había verificado lo que en vano se había intentado con los sacrificios de
animales: el mundo había obtenido la expiación. El «Cordero de Dios» había
cargado sobre sí el pecado del mundo y lo había quitado de allí. La relación de
Dios con el mundo, perturbada por la culpa de los hombres, había sido renovada.
La reconciliación se había cumplido.
Así, Pablo pudo sintetizar el
acontecimiento de Jesucristo, su nuevo mensaje, con estas palabras: «Dios mismo
estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus
pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso
nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara
por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios»
(2 Co 5,19s). Conocemos sobre todo por las cartas de Pablo las agudas
controversias que hubo en la Iglesia naciente sobre la cuestión de si la ley mosaica
conservaba su fuerza vinculante también para los cristianos. Por eso es tan
sorprendente que —como se ha dicho— sobre un punto hubiera concordia desde el
principio: los sacrificios del templo —el centro cultual de la Tora— habían
sido superados. Cristo ha ocupado su puesto. El templo seguía siendo un lugar
venerable de oración y anuncio. Sus sacrificios, en cambio, ya no eran válidos
para los cristianos.
Pero ¿cómo debía entenderse esto
más precisamente? En la literatura neo-testamentaria hay varios intentos de
interpretar la cruz de Cristo como el nuevo culto, la verdadera expiación y la
verdadera purificación del mundo contaminado.
Ya hemos hablado otras veces del
texto fundamental de Romanos 3,25, en el que Pablo retoma una tradición de la
primera comunidad judeocristiana de Jerusalén, calificando a Jesús crucificado
como hilasterion. Como hemos visto,
con esta palabra se indica la cubierta del Arca de la Alianza que durante el sacrificio
expiatorio, en el gran día de la expiación, se rociaba con la sangre de la reparación.
Digamos de inmediato cómo interpretan ahora los cristianos este rito arcaico:
no es el contacto de sangre animal con un objeto sagrado lo que reconcilia a Dios
y al hombre. En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto
con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de Dios
mismo. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el
contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con
toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto
con el inmensamente Puro, Él, el Puro, se revela al mismo tiempo como el más
fuerte. En este contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada,
transformada mediante el dolor del amor infinito. Y puesto que en el Hombre
Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del
mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre
infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea
terrible.
Si tratamos de reflexionar un
poco más a fondo sobre esta convicción, encontramos también la respuesta a una
objeción suscitada repetidamente contra la idea de expiación. Tantas veces se
dice: ¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es
esta una idea indigna de Dios? ¿No debemos quizás, en defensa de la pureza de
la imagen de Dios, renunciar a la idea de expiación? En la presentación de
Jesús como hilastérion se puede ver
cómo el perdón real que se produce partiendo de la cruz tiene lugar precisamente
de manera inversa. La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo
y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa
nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora
bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios
mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento
sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios
mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho
mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la
oscuridad.
Objetivamente, el Evangelio de
Juan (especial-mente con la teología de la oración sacerdotal) y la Carta a los
Hebreos (con toda la interpretación de la Torá cultual en la perspectiva de la
teología de la cruz) han desarrollado precisamente estas ideas y así han hecho
ver al mismo tiempo cómo en la cruz se cumple el íntimo sentido del Antiguo
Testamento; y no solamente la crítica de los profetas al culto, sino,
positivamente, también aquello que había sido siempre el significado y la
intención del culto.
De la gran riqueza de la Carta a
los Hebreos quisiera proponer para la reflexión un solo texto fundamental. El
autor califica el culto del Antiguo Testamento como «sombra» (10,1) y lo
explica así: «Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite
los pecados» (10,4). Luego cita el Salmo 40,7ss e interpreta estas palabras del
Salmo como diálogo del Hijo con el Padre, un diá-logo en el que se cumple la
Encarnación, a la vez que se hace realidad la nueva forma del culto divino: «Tú
no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en
los libros: “Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad”» (Hb 10,5ss; cf.
Sal 4Q,7ss).
En esta breve cita del Salmo hay
una modificación importante respecto al texto original, una modificación que
presenta el punto final de un desarrollo en tres etapas de la teología del
culto. Mientras que la Carta a los Hebreos lee: «Me has preparado un cuerpo»,
el Salmista había dicho: «Me abriste el oído». Ya aquí, los sacrificios del
templo habían sido reemplazados por la obediencia. El verdadero modo de venerar
a Dios se encuentra en la vida marcada por la Palabra de Dios y dentro de ella.
En esto el Salmo coincidía con una corriente del espíritu griego del último periodo
antes del nacimiento de Cristo: también en el mundo griego se sentía cada vez
más insistentemente la insuficiencia de los sacrificios de animales, que Dios
no necesita y en los que el hombre no da a Dios lo que Él podría esperar del
hombre. Así queda formulada aquí la idea del «sacrificio modelado por la
palabra»: la oración, la apertura del espíritu humano hacia Dios, es el
verdadero culto. Cuanto más se convierta el hombre en palabra —o mejor, se hace
respuesta a Dios con toda su vida— tanto más pone en práctica el culto debido.
En el Antiguo Testamento, desde
el principio de los Libros de Samuel hasta la más tardía profecía de Daniel,
encontramos de manera nueva cada vez la búsqueda afanosa en torno a esta forma
de pensar que enlaza cada vez más estrechamente con el amor por la Palabra
orientadora de Dios, es decir, por la Tora. Se venera a Dios de manera justa
cuando nosotros vivimos en la obediencia a su Palabra y, moldeados así
interiormente por su voluntad, nos ajustamos a Dios.
Por otro lado, siempre queda
también una cierta impresión de insuficiencia. Nuestra obediencia es siempre
deficiente. La voluntad personal se antepone una y otra vez. Sin embargo, el
profundo sentido de la insuficiencia de toda obediencia humana a la Palabra de
Dios hace que irrumpa continuamente de nuevo el deseo de expiación, aunque,
dada nuestra condición y nuestros escasos «resultados» en cuestión de
obediencia, no pueda llevarse a cabo. Por eso, en medio del discurso sobre la
insuficiencia de los holocaustos y los sacrificios surge también una y otra vez
el deseo de que éstos puedan hacerse de manera más perfecta (cf. p. ej. Sal
51,19ss).
En la versión que la palabra del
Salmo 40 ha encontrado en la Carta a los Hebreos se contiene la respuesta a
dicho deseo: el deseo de que se dé a Dios lo que nosotros no podemos darle,
pero que, no obstante, el don sea nuestro, encuentra su cumplimiento. El
salmista decía: «No quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste
el oído». El verdadero Logos, el Hijo, dice al Padre: «Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo». El Logos mismo, el
Hijo, se hace carne, asume un cuerpo humano. Así es posible una nueva forma de
obediencia, una obediencia que va más allá de todo cumplimiento humano de los
Mandamientos. El Hijo se hace hombre, y en su cuerpo le devuelve a Dios toda la
humanidad. Sólo el Verbo que se ha hecho carne, cuyo amor se cumple en la cruz,
es la obediencia perfecta. En Él, no sólo se ha culminado definitivamente la
crítica a los sacrificios del templo, sino que se ha cumplido también el anhelo
que comportaba: su obediencia «corpórea» es el nuevo sacrificio en el cual nos
incluye a todos y en el que, al mismo tiempo,
toda nuestra desobediencia es anulada mediante su amor.
Dicho de nuevo con otras
palabras: nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera
correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la controversia sobre la
justificación. El Hijo que se ha hecho carne lleva en sí a todos nosotros y
ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismos. Por
eso forma parte de la existencia cristiana tanto el sacramento del Bautismo, la
acogida en la obediencia de Cristo, como la Eucaristía, en la que la obediencia
del Señor en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae dentro de la
adoración perfecta realizada por Jesucristo.
Lo que dice aquí la Iglesia
naciente sobre la Encarnación y la cruz, asimilando en oración el Antiguo
Testamento y el camino de Jesús, entra en el centro de la búsqueda dramática
que en aquel periodo se desarrolla sobre la correcta comprensión de la relación
entre Dios y el hombre. No responde únicamente al «porqué» de la cruz, sino
también, y al mismo tiempo, a las preguntas que acosaban tanto al mundo judío
como al pagano sobre cómo llegar a ser rectos ante Dios y, viceversa, cómo
puede comprenderse correctamente al Dios misterioso y escondido, en el supuesto
de que éste se encuentre al alcance de los hombres.
Por todas las reflexiones
precedentes se ha podido ver que, con eso, no sólo se ha elaborado una
interpretación teológica de la cruz, como también de los sacramentos cristianos
fundamentales —a partir de la cruz— y del culto cristiano, sino que abarca
también la dimensión existencial: ¿Qué comporta esto para mí, qué significa
para mi camino de persona humana? Pues bien, la obediencia «corpórea» de Cristo
se presenta precisamente como espacio abierto en el que se nos acoge a nosotros
y a través del cual nuestra vida personal encuentra un nuevo contexto. El
misterio de la cruz no está simplemente ante nosotros, sino que nos afecta y da
a nuestra vida un nuevo valor.
Esta vertiente existencial de la
nueva concepción del culto y del sacrificio aparece particularmente clara en el
capítulo 12 de la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia
de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a
Dios; éste será vuestro culto espiritual (literalmente: como culto modelado por
la palabra)» (v. 1). Se retoma aquí el concepto del culto a Dios mediante la
palabra (logiké latreía) y se entiende el abandono de toda la existencia en
Dios; un abandono en el que, por decirlo así, el hombre entero se hace como
palabra, se ajusta a Dios. Se subraya con esto la dimensión de la corporeidad:
precisamente nuestra existencia corpórea ha de estar impregnada de la Palabra y
convertirse en entrega a Dios. Pablo, que tanto resalta la imposibilidad de la
justificación fundándose en la propia moralidad, presupone indudablemente en
esto que el nuevo culto de los cristianos, en el cual ellos mismos son «víctima
viva y santa», sólo es posible participando en el amor hecho carne de
Jesucristo, ese amor que, mediante el poder de su santidad, supera toda nuestra
insuficiencia.
Si debemos decir, por un lado,
que con esta exhortación Pablo no cede a ninguna forma de moralismo y no
desmiente para nada su doctrina acerca de la justificación mediante la fe —y no
por las obras—, por otro queda claro que con esta doctrina de la justificación
no se condena al hombre a la pasividad: no se convierte en un destinatario meramente
pasivo de la justicia de Dios, la cual, en ese caso, sería en el fondo algo
externo a él. No, la grandeza del amor de Cristo se manifiesta precisa-mente en
que Él, a pesar de toda nuestra miserable insuficiencia, nos acoge en sí, en su
sacrificio vivo y santo, de manera que llegamos a ser realmente «su Cuerpo».
En el capítulo 15 de la Carta a
los Romanos Pablo retoma una vez más la misma idea con mucha insistencia,
interpretando su apostolado como sacerdocio y hablando de los paganos
convertidos a la fe como el sacrificio vivo agradable a Dios: Os he escrito «en
virtud de la gracia que Dios me ha dado, de ser ministro de Jesucristo para los
gentiles, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar el Evangelio de Dios, para
que la oblación de los gen-tiles sea agradable, santificada por el Espíritu
Santo» (15,15s).
En tiempos más recientes se ha
considerado este modo de hablar de sacerdocio y sacrificio como meramente
alegórico. Se trataría de sacerdocio y de sacrificio únicamente en
sentido impropio, puramente espiritual, no en sentido cultual, real. Sin
embargo, Pablo mismo y toda la Iglesia antigua lo han visto precisamente en el
sentido opuesto. Para ellos, el sentido impropio del sacrificio y del culto era
el de los sacrificios materiales: un intento de llegar a algo que, no obstante,
eran incapaces de alcanzar. El culto verdadero es el hombre vivo que se ha
convertido completamente en respuesta a Dios, modelado por su Palabra sanadora
y transformadora. Y el verdadero sacerdocio, por tanto, es ese \ ministerio de
la Palabra y el Sacramento que transforma a los hombres en una entrega a Dios y
con- I vierte el cosmos en una alabanza al Creador y 1 Redentor. Por eso, el
Cristo que se ofrece a sí I mismo en la cruz es el auténtico Sumo Sacerdote, !
al que se refería de manera simbólica el sacerdocio j de Aarón. El don que Él
hace de sí mismo —su obediencia que nos acoge a todos nosotros y nos devuelve a
Dios— es, pues, el verdadero culto, el verdadero sacrificio.
Por este motivo, el entrar en el
misterio de la cruz ha de estar en el centro del ministerio apostólico y del
anuncio del Evangelio que conduce a la fe. Por consiguiente, si bien podemos
ver el centro del culto cristiano en la celebración de la Eucaristía, en la
participación, nueva cada vez, en el misterio Sacerdotal de Jesucristo, hay que
tener siempre presente, sin embargo, toda su magnitud: su finalidad es atraer
constantemente a cada persona, y a\ mundo dentro del amor de Cristo, de modo
que todos lleguen a ser, yunto con Él, una ofrenda «agradable, santificada por
el Espíritu Santo» {Km 15,16).
Desde estas reflexiones, la
mirada se abre por fin hacia una dimensión ulterior de la idea cristiana de
culto y sacrificio. Se deja ver nítidamente en este versículo de la Carta a los
Filipenses, en la que Pablo prevé su martirio y, al mismo tiempo, lo interpreta
teológicamente: «Y si también mi sangre se ha de derramar como sacrificio y en
la liturgia de vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría»
(2,17; cf. 2 Tm 4,6). Pablo considera su presentido martirio como liturgia y
como un acontecimiento sacrificial. También esto, una vez más, no es
simplemente una alegoría y un modo de hablar impropio. No, en el martirio es
llevado totalmente dentro de la obediencia de Cristo, dentro de la liturgia de
la cruz y, así, dentro del verdadero culto.
La Iglesia antigua, apoyándose en
esta interpretación, ha podido comprender el martirio en su verdadera
profundidad y grandeza. Ignacio de Antioquía, por ejemplo, según la tradición,
decía ser como el trigo de Cristo, que debía ser triturado para convertirse en
pan de Cristo (cf. Ad Rom., 4, 1). En el relato del martirio de san Policarpo
se dice que las llamas que le iban a quemar tomaron la forma de una vela
hinchada por el viento; ésta «envolvía el cuerpo del mártir, y él estaba en el
centro, no como carne que se quema, sino como el pan que se está cociendo», y
emanaba «un aroma como de incienso perfumado» (Mart. Polyc., 15). También los
cristianos de Roma han interpretado de modo análogo el
martirio de san Lorenzo, abrasado en una parrilla; no sólo vieron en ello su
perfecta unión con el misterio de Cristo, que en el martirio se ha hecho pan
para nosotros, sino también una imagen de la existencia cristiana en general:
en las tribulaciones de la vida se nos purifica lentamente al fuego, podemos
transformarnos en pan, por decirlo así, en la medida en que en nuestra vida y
en nuestro sufrimiento se comunica el misterio de Cristo, y su amor hace de
nosotros una ofrenda para Dios y para los hombres.
La Iglesia, bajo la guía del
mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido
siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en
último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón: en la
cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de
Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, y esto va más allá de
nuestra lógica. Y, sin embargo, en el mensaje del Nuevo Testamento y en su verificarse
en la vida de los santos, el gran misterio se ha hecho completamente luminoso.
El misterio de la expiación no
tiene que ser sacrificado a ningún racionalismo sabiondo. Lo que el Señor
respondió a la petición de los hijos de Zebedeo sobre los tronos que ocuparían
a su lado, sigue siendo una palabra clave para la fe cristiana. «El Hijo del
hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en
rescate por muchos» (Mc 10,45).
Fuente: Ratzinger,
Joseph, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Madrid,
Planeta, 2011, pp. 267-279
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