jueves, 22 de junio de 2017

André Louf - En estado de conversión

En estado de conversión

Entre la cólera y la gracia

Cuando a uno lo invade la gracia por primera vez, se habla de conversión; la persona se considera convertida o en camino de convertirse. En el lenguaje corriente, se trata de un acontecimiento muy importante, aunque transitorio, que tiene que ocurrir o que ha sucedido ya hace mucho tiempo. Nadie parece creer que la conversión es necesaria más que en caso de apostasía. El concepto derivado, convertido, sólo atañe a una categoría muy concreta de creyentes: aquellos que recibieron la fe a una edad avanzada. De ahí se sigue que el niño bautizado, que ha recibido la fe desde su más tierna edad -y esto nos ocurre a la mayoría- nunca será llamado convertido. Aparentemente no tendrá nunca nada que ver con la conversión.

Sólo los que viven fuera de la fe o no viven según su fe, sino en pecado, deberían preocuparse de su conversión, pero no el creyente de siempre, y sobre todo el creyente fervoroso.


Hay que notar, sin embargo, que la Biblia habla a menudo y muy explícitamente, de conversión y de la conversión de cada uno. La primera Buena Nueva, que escuchamos de los labios de Juan Bautista, se resume en esta llamada vigorosa: "Conviértanse, porque está cerca el Reino de los cielos” (Mt 3,1). [i] Esta proximidad es lo que hace tan necesaria la conversión. Porque, dice Juan a los fariseos y a los saduceos que acuden a él para ser bautizados, la cólera y la venganza de Dios están cerca:

“Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? Muestren frutos de un sincero arrepentimiento [conversión] y no piensen que basta con decir: Nuestro Padre es Abraham; pues yo les digo que de estas piedras puede sacar Dios para Abraham. El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua en señal de arrepentimiento, pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha: reunirá el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga" (Mt 3,7-12).

Juan Bautista relaciona la conversión y la presencia de Jesús, y también el Juicio que viene, y el fuego encendido por la cólera de Dios de la que debemos librarnos. Atribuidas a Dios, la cólera y la venganza, no son nociones fáciles. Y todavía menos la imagen del hacha en la raíz del árbol. Consciente o inconscientemente, las hemos relegado al Antiguo Testamento, como si pudiesen desaparecer del horizonte y hubieran perdido su razón de ser con la venida de Jesús.

Sin embargo, en el atrio del Nuevo Testamento, la venida de Jesús se anuncia por esta vieja imagen: en la persona de Jesús, Dios ha tomado la horquilla y está listo para limpiar su cosecha. Éste es el bautismo que trae Jesús, bautismo para la conversión, pero también bautismo en el fuego y en el Espíritu Santo.

Lo que precede parece indicar que todavía tenemos, en cierto modo, que confrontarnos con la cólera de Dios. Y también que esto sólo puede hacerse en Jesús. ¿He encontrado ya la cólera de Dios en mi vida? Si no, ¿necesito todavía la gracia? ¿No se refiere la gracia a la cólera de la que me libra en todo instante? En Jesús ¿no estoy sin cesar expuesto a la cólera y a la gracia, preso entre las dos, allí donde podría situarse la conversión?

Tiempo después de que Jesús muriera y resucitara, Pablo escribe a los romanos, al comienzo de su gran síntesis teológica sobre la gracia: "La cólera de Dios se revela" (Rom 1,18).

En otros lugares, Pablo anuncia también que la gloria de Dios debe revelarse (Rom 8,18), pero esta gloria va precedida por la cólera... "Por naturaleza" dirá san Pablo, "destinados, como los demás a la cólera" (Ef 2,3). El amor y la gracia son excepciones respecto de la cólera y suponen que hemos sido escogidos de manera especial para ser libres de ella. El estado de gracia es de excepción respecto del estado de cólera que, de hecho, es nuestro primer estado: excepción llena de amor por Jesucristo, el Hijo de Dios.

En varios lugares del Nuevo Testamento encontramos algo más sobre esta cólera de Dios, en especial que no se sitúa en el pasado, sino que aún tiene que venir. No se sitúa en el pasado, sino que nos espera en el futuro. Pablo emplea a menudo la expresión: "la cólera viene" (Ef 5,6; Col 3,6), mientras que Juan prefiere hablar de la cólera que ya ha venido, pero que sigue pesando entre nosotros (Jn 3,36). El Apocalipsis habla del "gran día de la cólera", el día en que Dios "dará a los pueblos la copa del vino del furor de su cólera" (Apoc 16,19). La imagen de la copa de la cólera que Dios tiene que darnos a beber está muy cercana a otra copa de la que habla la Escritura: la copa de la pasión de Jesús. En las manos de Jesús la copa de la cólera se convierte en la copa de la salvación. El brebaje mortal de la cólera se convierte en un brebaje de amor. Como Jesús, también nosotros recibimos esta copa de la mano de Dios para beberla. Y también para nosotros, esta copa es de venganza o de ternura. Estamos ebrios de la cólera de Dios o del amor de Dios. El paso de una a otra no se puede hacer sino con Jesús y gracias a Él. Por esto nuestro cáliz de sufrimiento no será diferente al de Jesús. Porque sólo Él, que ha apurado esta copa hasta las heces, puede librarnos de la cólera de Dios. Sólo Él puede hacer que la copa de la cólera se convierta, también para nosotros, en copa de salvación.
Hay un largo camino antes de que esto suceda. Aunque san Pablo nos anime a mirar con confianza la cólera que viene, nada está asegurado.

“Ahora bien, Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mayor razón, ahora que su sangre nos ha hecho justos, nos libraremos por él de la condena. Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con mayor razón, ahora ya reconciliados, seremos salvados para su vida" (Rom 5,8-10).

En otro lugar, Pablo dice también que es Jesús "el que nos libra de la cólera venidera" (1 Tes 1,10). Hemos sido liberados una primera vez de la cólera cuando nuestros pecados fueron borrados en el bautismo, pero henos aquí confrontados de nuevo con esta misma cólera de Dios que está todavía ante nosotros. Por eso el momento presente es tan importante. Es el kairos, el tiempo de salvación en el que vivimos y en el que se nos concede el hacer la elección decisiva con el poder de la muerte y resurrección de Jesús. Pues lo que ocurrirá mañana ya nos es dado hoy, aunque todavía en esperanza, una esperanza que crece siempre hasta la realización del fin de los tiempos.

Esta elección decisiva entre la cólera y la gracia, que es la elección de mañana pero también ya la elección de hoy, y la elección de hoy para mañana, es lo que precisamente llamamos conversión. Así se traduce la palabra neotestamentaria metanoien, que trata de expresar la palabra hebrea shub. Esta última raíz semítica significa sencillamente volverse, volver sobre sus pasos y sólo por derivación, convertirse. El acento se coloca, pues, sobre el cambio total que se produce. La palabra griega metanoien precisa esta vuelta. Se emplean pues dos raíces, de las cuales la primera, como en hebreo, subraya la conmoción en el sentido de ponerlo todo al revés. La segunda raíz nos muestra lo que ha cambiado por esta vuelta: el nous, es decir, el fondo espiritual, nuestro corazón más profundo. Se trata pues de una revolución en el interior de nosotros mismos. Metanoien se traduce a veces por penitencia, contrición, términos menos felices que conversión. Sin embargo, incluso la palabra conversión, tan usada corrientemente, parece también demasiado débil. Por otra parte, en un contexto idéntico, la Biblia habla de metanoien kai epistrephein (Hech 3, 19): dejarse conmover totalmente, revolucionarse, para volverse hacia algo o hacia alguien. Se trata de un cambio radical por el cual una persona vuelve sobre sus pasos para comprometerse en una nueva dirección.

Siempre convirtiéndose

Aquí surge de nuevo la pregunta planteada al comienzo de este capítulo: ¿En qué sentido tenemos todavía hoy necesidad de conversión? ¿No la recibimos, para siempre, en el bautismo? Sería pues cosa hecha y estaríamos ahora en camino, con altos y bajos, es cierto, con caídas y rectificaciones, hacia la perfección y la santidad. He aquí en efecto la imagen que nos hacemos del camino por el que avanzan todos los cristianos.

En sustancia, este camino estaría dividido en tres etapas. En primer lugar, la increencia y el pecado; luego el paso decisivo de la conversión; finalmente la búsqueda de la perfección. Espontáneamente nos colocamos -y no sin cierto candor- en alguna parte de la tercera etapa, en una situación más o menos avanzada.

La realidad no es ni tan sencilla ni tan complicada, pues la gracia es la simplicidad misma. La dificultad reside más bien en el hecho de que la vida en el Espíritu Santo no es fácil de discernir. Se entrecruzan sin cesar líneas de fuerza diferentes, y por eso son posibles la confusión y también la ilusión: no siempre es fácil distinguir tres líneas. En efecto, el pecado, la conversión y la gracia no son simplemente tres etapas consecutivas. En la vida cotidiana, a veces se superponen; se cruzan con cierta dependencia entre sí. No estoy nunca totalmente en una u otra. Estoy continuamente en las tres a la vez. El pecado, la conversión y la gracia son mi pan y mi lote de cada día. Incluso en el Reino de los Cielos, aunque ya haya venido aquí abajo, sucede así y no de otra manera, dice el mismo Jesús. Tampoco allí faltan los pecadores. Al contrario: los publicanos y las prostitutas pasan por delante y preceden a los demás (cf. Mt 21, 28-32)

Estas tres etapas no representan tres grados de una escala de valores. No pasamos de una a otra, como si subiéramos los peldaños de una escalera. No son tres galones que cosemos uno detrás de otro en nuestra manga. No. Antes de la muerte decimos adiós del todo a ninguna de las tres. Seguimos siendo pecadores, estamos siempre convirtiéndonos, y en esta conversión somos continuamente santificados por el Espíritu de Dios. No podemos pertenecer a esa categoría de gentes de las que Jesús ha dicho "que no necesitan conversión" (Lc 15,2) porque se creen justos. En ese caso no necesitaríamos ya de Jesús. Tal vez estaríamos todavía en camino hacia Dios, pero solos, irremediablemente solos, cayendo continuamente sobre nosotros mismos, bajo una apariencia de santidad que intentaríamos en vano realizar. Nos sentiríamos cada vez más frustrados porque no habríamos encontrado nunca el verdadero amor.

Es ilusorio creerse convertido de una vez para siempre. Siempre seguimos siendo pecadores, pero pecadores perdonados, pecadores en perdón, pecadores en conversión. No puede darse otra santidad aquí abajo, pues la gracia no puede actuar de otra manera. Convertirse es volver a empezar ese retorno interior, por el que nuestra pobreza humana -lo que Pablo llama la carne- se vuelve hacia la gracia de Dios. De la ley de la letra, pasa a la ley del Espíritu y de la libertad; de la cólera a la gracia. Este retorno no se termina nunca, pues siempre está comenzando. Antonio el Grande, patriarca y padre de todos los monjes, lo decía de manera lapidaria: "Cada mañana me digo: hoy empiezo" y el abad Poimen, el segundo entre los padres del desierto, el más ilustre después de Antonio, cuando lo felicitaban en su lecho de muerte por haber vivido una vida feliz y virtuosa, y por poderse presentar totalmente  confiado ante Dios, respondía: "Debo empezar todavía, apenas he empezado a convertirme”. Y lloraba.

En efecto, la conversión es asunto de tiempo. El hombre necesita tiempo, y Dios quiere también necesitar tiempo con nosotros.

Partiríamos de una imagen totalmente errónea del hombre, si pensásemos que las cosas importantes de la vida humana pudiesen realizarse inmediatamente y de una vez para siempre.

El hombre está hecho de tal manera que necesita tiempo para crecer, madurar y desplegar todas sus capacidades. Dios lo sabe mejor que nosotros. Por eso espera, no abandona nunca. Es indulgente, generoso.

Dios nos espera como un pescador paciente, como escribía un poeta. To chréston tou Theou eis metanoiean se agei (Rom 2,4), escribe Pablo: "La bondad de Dios te impulsa a la conversión", no la cólera, sino al contrario to chréston, su ternura, su dulzura, su paciencia. En el prólogo de su Regla, san Benito hace un comentario de esto, que llama la atención: Dios sale cada día al encuentro de su obrero, dice, y el tiempo que nos da es ad inducías, una espera, un don, un tiempo de gracia que se nos concede gratuitamente.

Es un tiempo que podemos utilizar para encontrar a Dios una vez más y encontrarlo mejor en su admirable misericordia. Más tarde, después de la muerte, podremos vivir fuera del tiempo, y para siempre. Hoy se nos da el tiempo para conocer cada vez mejor a Dios. Es siempre un tiempo de conversión y de gracia, don de su misericordia.

Incluso el pecador empedernido

Dios se ocupa así de nosotros todos los días. Nos llama a la conversión: "Si escuchan hoy mi voz, no endurezcan su corazón" (Sal 94). Dios nos habla de muchas maneras: por su Palabra, por los hombres con quienes vivimos, por toda clase de acontecimientos, felices o penosos. Estos últimos son los que tememos. Sabemos demasiado bien que Dios tiene algo que decirnos por la prueba, la enfermedad, la muerte, la contradicción. Si este temor habita en nuestro corazón, es porque sólo la cólera de Dios está presente en nuestro espíritu. No estamos todavía en condiciones de discernir, detrás de este signo aparente de cólera, el amor infinito de Dios. Lo hemos visto más arriba: en Jesús, la cólera de Dios se ha cambiado en amor; dicho de otra manera: se ha visto muy claro que su cólera no es más que una tentativa provisional para hacernos comprender su amor.

Si tememos las intervenciones de Dios, si las interpretamos como una expresión de su cólera, estamos todavía anclados en lo provisional. No hemos experimentado el amor de Dios, su ternura conmovedora.

Tal vez alguien puede decir que este miedo es precisamente la señal de que somos culpables, el testimonio de los reproches que nuestra conciencia nos hace y del castigo que merecemos de Dios. Sólo los pecadores deberían tener la cólera de Dios, y el que la teme muestra por ello que es pecador.
Un razonamiento así no es tan evidente, aunque refleje bien la reacción habitual del creyente medio hoy. En efecto, para el que recorre el Evangelio, no es evidente que el pecador tenga que temer. Al contrario: ¿No ha repetido continuamente Jesús que él ha venido no para los justos sino para los pecadores? (cf. Mt 9,13).

Por otra parte no está en modo alguno probado que sólo los pecadores temen a Dios. De hecho, hay muchos creyentes y muchos justos – para emplear un término bíblico – que consideran con tanta incertidumbre como temor su eventual encuentro con Dios. Hacen todo lo que pueden para conjurar este malestar a fuerza de generosidad y virtud. Cuanto más lo consiguen -y este logro es siempre relativo- más posibilidad tienen, piensan, de evitar la cólera de Dios y de merecer su amor.

En efecto, hay dos categorías de personas que deben temer la cólera de Dios: por una parte los pecadores empedernidos; por otra, los justos empedernidos. El pecador empedernido, es decir, el que no quiere en modo alguno oír hablar de cambio total, tendrá que confrontarse con la cólera de Dios, incluso si consigue hábilmente escamotearla en la vida diaria. Pero tenemos que pensar que, de hecho, hay muy pocos pecadores empedernidos.

Por el contrario, hay sin duda muchos justos empedernidos -si se puede hablar así-, personas que no conocen la misericordia de Dios, y que tratan de portarse mejor sencillamente porque tienen miedo de la cólera de Dios. Se librarán más o menos de ese miedo en la medida que lleguen a realizar su ideal en la vida cotidiana. A la larga esto se les puede hacer soportable, aunque vivan con un pobre consuelo. Por ello son muy poco convincentes y mucho menos contagiosos. Porque no conocen todavía el amor, y el poco que vive en ellos viene más bien de un cierto contentamiento de sí, por lo que corren el peligro de aislarse a menudo de los demás. Han recibido ya su recompensa (cf. Mt 6,2). Como no han oído hablar de la gracia, no esperan nada más. Su vida no tendrá perspectiva ni salida si la palabra empedernido, empleada tanto para los pecadores como para los justos, insinuase un estadio definitivo. Sin embargo, todo es provisional en la vida del hombre, y ligado al tiempo. En este sentido tanto los pecadores como los justos viven en el tiempo, tiempo que es un don de Dios para ellos, un tiempo de gracia, y por ello un tiempo abierto a la conversión. Ni el pecador empedernido ni el justo empedernido permanecerán así para siempre. Están llamados a ser pecadores en conversión. Esto es lo que tratamos de desarrollar a lo largo de este libro. Lo cual no es inmediatamente evidente ni fácil de explicar. No se puede fijar en una definición, sino únicamente tratar de describir a partir de una experiencia personal, necesariamente limitada,  y de la experiencia de aquellos con quienes uno ha podido entrar en contacto. Finalmente, es más fácil decir lo que no es, porque es mucho más confortable vivir como pecador  empedernido o como justo empedernido que como pecador en conversión. Sin embargo, la gracia de Dios nos empuja día tras día a esta vuelta total. Dios nos toca de muchas maneras para llevarnos a este estado de conversión. Nosotros sólo podemos prepararnos para que Dios nos toque.

Tendrán que ocurrir muchas cosas fuera de nuestra buena voluntad o de nuestra generosidad natural. Esta vuelta total no implica tan sólo que seamos heridos interiormente, sino también que se cuarteen nuestros cimientos. Habrá rotura y pedazos. Algo en nosotros tiene que venirse abajo. Como una construcción de hormigón en la  que hubiéramos trabajado muchos años con gran cuidado, y que en un momento dado, funciona como un escudo contra nuestro yo más profundo, y contra los demás, corriendo así el peligro de protegernos contra la misma gracia de Dios.

Este hundimiento no es más que un comienzo, aunque lleno ya de esperanza. No hay que tratar de volver a edificar lo que la gracia ha destruido. Hay en ello algo que tenemos que aprender, pues es grande la tentación de construir un andamio ante la fachada que se bambolea y volver al trabajo. Tenemos que aprender a permanecer junto a nuestras ruinas, a sentarnos ante los escombros, sin amargura, sin dirigimos reproches y sin acusar tampoco a Dios. Tendremos que apoyarnos sobre estos muros en ruina, llenos de esperanza y de abandono, con la confianza de un niño que sueña con que su padre lo arreglará todo, porque sabe que todo puede reedificarse de otra manera, mucho mejor que antes. Como el hijo pródigo para quien tantas cosas se habían hecho jirones: dinero, honor, corazón; que había perdido todo lo que podía esperar de las criaturas y que, sin embargo, lleno de confianza, toma la resolución de volver a casa de su padre. Por adelantado sentía instintivamente que además del criado que esperaba llegar a ser, podría también seguir siendo hijo. El que ha sido hijo una vez, lo sigue siendo siempre. En el mismo momento en que el hijo perdido se reconcilia con sus escombros, está ya en su casa, en casa junto a su padre. Por el contrario, el que lucha contra sus propios escombros, lucha contra su padre y contra su Dios; sigue estando expuesto a la cólera: no es capaz de reconocer el amor. El que se abandona hasta el punto de alegrarse y de permanecer contento con su propia miseria, está ya rendido al amor liberador.

Sólo podemos permanecer en la conversión gracias a Jesús, encaminados y fortificados por el Espíritu de Dios. En nosotros se va a realizar lo que le sucedió a Jesús en el misterio de su muerte y de su resurrección. La confianza y el abandono de Jesús a su Padre, a través de la muerte, ha hecho ineficaz la cólera de Dios para siempre. Nos hacen capaces, con él, de reconocer el amor del Padre por encima de las muertes y renuncias, y esto en nuestra más profunda debilidad. Porque estar en conversión es pasar continuamente al misterio del pecado y de la gracia. Noten bien que no es pasar del pecado a la gracia, sino al misterio del pecado y de la gracia. Esto significa el abandono de toda justificación, de toda justicia propia, y el reconocimiento de nuestro pecado para abrirnos a la gracia de Dios.

Esta maravilla del pecador en camino de conversión es la que el mismo Jesús reconoce que corresponde a la mayor alegría del Padre en los cielos:

"Les digo que, de la misma manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7).

El maravilloso hombre pascual, que continuamente muere en Jesús y resucita, constituye la alegría y el orgullo del Padre. Es una maravilla que se renueva cada día sin terminar nunca. En efecto, mientras estamos en la vida presente, Dios está siempre actuando. Porque el tiempo y la duración de nuestra vida representan una forma de la gracia en nuestra carne: el Amor ilimitado e indefectible de Dios. Podemos así, cada día, establecernos en la conversión con el corazón lleno de acción de gracias. Un paso fuera de este estado de conversión significaría un paso fuera de Dios y de su amor. Esto, aunque pensemos en Dios, hablemos de él, lo anunciemos. Incluso la oración dirigida a Dios se haría imposible, pues no hay verdadera oración fuera de una continua conversión.

Fuera de la conversión estamos fuera del Amor. En este caso no le quedarían al hombre más que dos posibilidades: la satisfacción de sí y la justicia propia, o una profunda insatisfacción y la desesperación.

Fuera de la conversión no podemos estar en la presencia del verdadero Dios, pues no estaríamos junto a Dios sino junto a uno de nuestros numerosos ídolos. Además, sin Dios, no podemos permanecer en la conversión, porque no es nunca el fruto de buenas resoluciones o del esfuerzo. Es el primer paso del amor, del Amor de Dios más que del nuestro. Convertirse es ceder al dominio insistente de Dios, es abandonarse a la primera señal de amor que percibimos como procedente de Él. Abandono en el sentido de capitulación. Si capitulamos ante Dios, nos entregamos a Él. Todas nuestras resistencias se funden ante el fuego consumidor de su Palabra y ante su mirada; no nos queda  ya más que la oración del profeta Jeremías: "Haznos volver a ti, Yavé, y volveremos" (Lm 5,21; cf. Jr 31,18).



Fuente: Louf, André, A mercede de su gracia, Bs.As., Agape Libros, 2013, pp. 5-18




[i] Las citas bíblicas son tomadas de La Biblia de Nuestro Pueblo, Biblia del Peregrino, América Latina, Ediciones Mensajero, Agape Libros, 2007.

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