En estado de conversión
Entre la cólera y la gracia
Cuando a uno lo invade la gracia
por primera vez, se habla de conversión; la persona se considera convertida o en camino de convertirse. En el
lenguaje corriente, se trata de un acontecimiento muy importante, aunque
transitorio, que tiene que ocurrir o que ha sucedido ya hace mucho tiempo.
Nadie parece creer que la conversión es necesaria más que en caso de apostasía.
El concepto derivado, convertido, sólo atañe a una categoría muy concreta de
creyentes: aquellos que recibieron la fe a una edad avanzada. De ahí se sigue
que el niño bautizado, que ha recibido la fe desde su más tierna edad -y esto
nos ocurre a la mayoría- nunca será llamado convertido. Aparentemente no tendrá
nunca nada que ver con la conversión.
Sólo los que viven fuera de la fe
o no viven según su fe, sino en pecado, deberían preocuparse de su conversión,
pero no el creyente de siempre, y sobre todo el creyente fervoroso.
Hay que notar, sin embargo, que
la Biblia habla a menudo y muy explícitamente, de conversión y de la conversión
de cada uno. La primera Buena Nueva, que escuchamos de los labios de Juan
Bautista, se resume en esta llamada vigorosa: "Conviértanse, porque está cerca
el Reino de los cielos” (Mt 3,1). [i]
Esta proximidad es lo que hace tan necesaria la conversión. Porque, dice Juan a
los fariseos y a los saduceos que acuden a él para ser bautizados, la cólera y
la venganza de Dios están cerca:
“Raza de víboras, ¿quién les ha
enseñado a escapar de la condena que llega? Muestren frutos de un sincero
arrepentimiento [conversión] y no piensen que basta con decir: Nuestro Padre es
Abraham; pues yo les digo que de estas piedras puede sacar Dios para Abraham.
El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos
buenos será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua en señal de
arrepentimiento, pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no
soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y
fuego. Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha: reunirá el trigo en el
granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga" (Mt 3,7-12).
Juan Bautista relaciona la
conversión y la presencia de Jesús, y también el Juicio que viene, y el fuego
encendido por la cólera de Dios de la que debemos librarnos. Atribuidas a Dios,
la cólera y la venganza, no son nociones fáciles. Y todavía menos la imagen del
hacha en la raíz del árbol. Consciente o inconscientemente, las hemos relegado
al Antiguo Testamento, como si pudiesen desaparecer del horizonte y hubieran
perdido su razón de ser con la venida de Jesús.
Sin embargo, en el atrio del
Nuevo Testamento, la venida de Jesús se anuncia por esta vieja imagen: en la
persona de Jesús, Dios ha tomado la horquilla y está listo para limpiar su
cosecha. Éste es el bautismo que trae Jesús, bautismo para la conversión, pero
también bautismo en el fuego y en el Espíritu Santo.
Lo que precede parece indicar que
todavía tenemos, en cierto modo, que confrontarnos con la cólera de Dios. Y
también que esto sólo puede hacerse en Jesús. ¿He encontrado ya la cólera de
Dios en mi vida? Si no, ¿necesito todavía la gracia? ¿No se refiere la gracia a
la cólera de la que me libra en todo instante? En Jesús ¿no estoy sin cesar
expuesto a la cólera y a la gracia, preso entre las dos, allí donde podría
situarse la conversión?
Tiempo después de que Jesús
muriera y resucitara, Pablo escribe a los romanos, al comienzo de su gran síntesis
teológica sobre la gracia: "La cólera de Dios se revela" (Rom 1,18).
En otros lugares, Pablo anuncia
también que la gloria de Dios debe revelarse (Rom 8,18), pero esta gloria va
precedida por la cólera... "Por naturaleza" dirá san Pablo,
"destinados, como los demás a la cólera" (Ef 2,3). El amor y la
gracia son excepciones respecto de la cólera y suponen que hemos sido escogidos
de manera especial para ser libres de ella. El estado de gracia es de excepción
respecto del estado de cólera que, de hecho, es nuestro primer estado:
excepción llena de amor por Jesucristo, el Hijo de Dios.
En varios lugares del Nuevo
Testamento encontramos algo más sobre esta cólera de Dios, en especial que no
se sitúa en el pasado, sino que aún tiene que venir. No se sitúa en el pasado,
sino que nos espera en el futuro. Pablo emplea a menudo la expresión: "la
cólera viene" (Ef 5,6; Col 3,6), mientras que Juan prefiere hablar de la
cólera que ya ha venido, pero que sigue pesando entre nosotros (Jn 3,36). El
Apocalipsis habla del "gran día de la cólera", el día en que Dios
"dará a los pueblos la copa del vino del furor de su cólera" (Apoc
16,19). La imagen de la copa de la cólera que Dios tiene que darnos a beber
está muy cercana a otra copa de la que habla la Escritura: la copa de la pasión
de Jesús. En las manos de Jesús la copa de la cólera se convierte en la copa de
la salvación. El brebaje mortal de la cólera se convierte en un brebaje de
amor. Como Jesús, también nosotros recibimos esta copa de la mano de Dios para
beberla. Y también para nosotros, esta copa es de venganza o de ternura.
Estamos ebrios de la cólera de Dios o del amor de Dios. El paso de una a otra
no se puede hacer sino con Jesús y gracias a Él. Por esto nuestro cáliz de
sufrimiento no será diferente al de Jesús. Porque sólo Él, que ha apurado esta
copa hasta las heces, puede librarnos de la cólera de Dios. Sólo Él puede hacer
que la copa de la cólera se convierta, también para nosotros, en copa de
salvación.
Hay un largo camino antes de que
esto suceda. Aunque san Pablo nos anime a mirar con confianza la cólera que
viene, nada está asegurado.
“Ahora bien, Dios nos demostró su
amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mayor razón,
ahora que su sangre nos ha hecho justos, nos libraremos por él de la condena.
Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo, con mayor razón, ahora ya reconciliados, seremos salvados para su
vida" (Rom 5,8-10).
En otro lugar, Pablo dice también
que es Jesús "el que nos libra de la cólera venidera" (1 Tes 1,10).
Hemos sido liberados una primera vez de la cólera cuando nuestros pecados
fueron borrados en el bautismo, pero henos aquí confrontados de nuevo con esta
misma cólera de Dios que está todavía ante nosotros. Por eso el momento
presente es tan importante. Es el kairos,
el tiempo de salvación en el que vivimos y en el que se nos concede el hacer la
elección decisiva con el poder de la muerte y resurrección de Jesús. Pues lo
que ocurrirá mañana ya nos es dado hoy, aunque todavía en esperanza, una
esperanza que crece siempre hasta la realización del fin de los tiempos.
Esta elección decisiva entre la
cólera y la gracia, que es la elección de mañana pero también ya la elección de
hoy, y la elección de hoy para mañana, es lo que precisamente llamamos conversión. Así se traduce la palabra
neotestamentaria metanoien, que trata
de expresar la palabra hebrea shub.
Esta última raíz semítica significa sencillamente volverse, volver sobre sus pasos y sólo por derivación, convertirse. El acento se coloca, pues,
sobre el cambio total que se produce. La palabra griega metanoien precisa esta vuelta. Se emplean pues dos raíces, de las
cuales la primera, como en hebreo, subraya la conmoción en el sentido de
ponerlo todo al revés. La segunda raíz nos muestra lo que ha cambiado por esta
vuelta: el nous, es decir, el fondo
espiritual, nuestro corazón más profundo. Se trata pues de una revolución en el
interior de nosotros mismos. Metanoien
se traduce a veces por penitencia, contrición, términos menos felices que
conversión. Sin embargo, incluso la palabra conversión,
tan usada corrientemente, parece también demasiado débil. Por otra parte, en un
contexto idéntico, la Biblia habla de metanoien
kai epistrephein (Hech 3, 19): dejarse conmover totalmente, revolucionarse,
para volverse hacia algo o hacia alguien. Se trata de un cambio radical por el
cual una persona vuelve sobre sus pasos para comprometerse en una nueva
dirección.
Siempre convirtiéndose
Aquí surge de nuevo la pregunta
planteada al comienzo de este capítulo: ¿En qué sentido tenemos todavía hoy
necesidad de conversión? ¿No la recibimos, para siempre, en el bautismo? Sería
pues cosa hecha y estaríamos ahora en camino, con altos y bajos, es cierto, con
caídas y rectificaciones, hacia la perfección y la santidad. He aquí en efecto
la imagen que nos hacemos del camino por el que avanzan todos los cristianos.
En sustancia, este camino estaría
dividido en tres etapas. En primer lugar, la increencia y el pecado; luego el
paso decisivo de la conversión; finalmente la búsqueda de la perfección.
Espontáneamente nos colocamos -y no sin cierto candor- en alguna parte de la
tercera etapa, en una situación más o menos avanzada.
La realidad no es ni tan sencilla
ni tan complicada, pues la gracia es la simplicidad misma. La dificultad reside
más bien en el hecho de que la vida en el Espíritu Santo no es fácil de
discernir. Se entrecruzan sin cesar líneas de fuerza diferentes, y por eso son
posibles la confusión y también la ilusión: no siempre es fácil distinguir tres
líneas. En efecto, el pecado, la conversión y la gracia no son simplemente tres
etapas consecutivas. En la vida cotidiana, a veces se superponen; se cruzan con
cierta dependencia entre sí. No estoy nunca totalmente en una u otra. Estoy
continuamente en las tres a la vez. El pecado, la conversión y la gracia son mi
pan y mi lote de cada día. Incluso en el Reino de los Cielos, aunque ya haya
venido aquí abajo, sucede así y no de otra manera, dice el mismo Jesús. Tampoco
allí faltan los pecadores. Al contrario: los publicanos y las prostitutas pasan
por delante y preceden a los demás (cf. Mt 21, 28-32)
Estas tres etapas no representan
tres grados de una escala de valores. No pasamos de una a otra, como si
subiéramos los peldaños de una escalera. No son tres galones que cosemos uno detrás
de otro en nuestra manga. No. Antes de la muerte decimos adiós del todo a
ninguna de las tres. Seguimos siendo pecadores, estamos siempre convirtiéndonos,
y en esta conversión somos continuamente santificados por el Espíritu de Dios.
No podemos pertenecer a esa categoría de gentes de las que Jesús ha dicho
"que no necesitan conversión" (Lc
15,2) porque se creen justos. En ese caso no necesitaríamos
ya de Jesús. Tal vez estaríamos
todavía en camino hacia Dios, pero solos,
irremediablemente solos, cayendo continuamente sobre nosotros mismos, bajo una
apariencia de santidad que intentaríamos en vano realizar. Nos sentiríamos cada vez más
frustrados porque no habríamos encontrado nunca el
verdadero amor.
Es ilusorio creerse convertido de
una vez para siempre. Siempre seguimos siendo pecadores, pero pecadores perdonados,
pecadores en perdón, pecadores en conversión. No puede darse otra santidad aquí
abajo, pues la gracia no puede actuar de otra manera. Convertirse es volver a
empezar ese retorno interior, por el que nuestra pobreza humana -lo que Pablo
llama la carne- se vuelve hacia la
gracia de Dios. De la ley de la letra, pasa a la ley del Espíritu y de la
libertad; de la cólera a la gracia. Este retorno no se termina nunca, pues
siempre está comenzando. Antonio el Grande, patriarca y padre de todos los
monjes, lo decía de manera lapidaria: "Cada mañana me digo: hoy
empiezo" y el abad Poimen, el segundo entre los padres del desierto, el
más ilustre después de Antonio, cuando lo felicitaban en su lecho de muerte por
haber vivido una vida feliz y virtuosa, y por poderse presentar totalmente confiado ante Dios, respondía: "Debo empezar todavía,
apenas he empezado a convertirme”. Y lloraba.
En efecto, la conversión es
asunto de tiempo. El hombre necesita tiempo, y Dios quiere también necesitar
tiempo con nosotros.
Partiríamos de una imagen
totalmente errónea del hombre, si pensásemos que las cosas importantes de la
vida humana pudiesen realizarse inmediatamente y de una vez para siempre.
El hombre está hecho de tal
manera que necesita tiempo para crecer, madurar y desplegar todas sus capacidades.
Dios lo sabe mejor que nosotros. Por eso espera, no abandona nunca. Es
indulgente, generoso.
Dios nos espera como un pescador
paciente, como escribía un poeta. To
chréston tou Theou eis metanoiean se agei (Rom 2,4), escribe Pablo:
"La bondad de Dios te impulsa a la conversión", no la cólera, sino al
contrario to chréston, su ternura, su
dulzura, su paciencia. En el prólogo de su Regla, san Benito hace un comentario
de esto, que llama la atención: Dios sale cada día al encuentro de su obrero,
dice, y el tiempo que nos da es ad
inducías, una espera, un don, un tiempo de gracia que se nos concede
gratuitamente.
Es un tiempo que podemos utilizar
para encontrar a Dios una vez más y encontrarlo mejor en su admirable
misericordia. Más tarde, después de la muerte, podremos vivir fuera del tiempo,
y para siempre. Hoy se nos da el tiempo para conocer cada vez mejor a Dios. Es
siempre un tiempo de conversión y de gracia, don de su misericordia.
Incluso el pecador empedernido
Dios se ocupa así de nosotros
todos los días. Nos llama a la conversión: "Si escuchan hoy mi voz, no
endurezcan su corazón" (Sal 94). Dios nos habla de muchas maneras: por su
Palabra, por los hombres con quienes vivimos, por toda clase de acontecimientos,
felices o penosos. Estos últimos son los que tememos. Sabemos demasiado bien
que Dios tiene algo que decirnos por la prueba, la enfermedad, la muerte, la
contradicción. Si este temor habita en nuestro corazón, es porque sólo la
cólera de Dios está presente en nuestro espíritu. No estamos todavía en
condiciones de discernir, detrás de este signo aparente de cólera, el amor
infinito de Dios. Lo hemos visto más arriba: en Jesús, la cólera de Dios se ha
cambiado en amor; dicho de otra manera: se ha visto muy claro que su cólera no
es más que una tentativa provisional para hacernos comprender su amor.
Si tememos las intervenciones de
Dios, si las interpretamos como una expresión
de su cólera, estamos todavía anclados en lo provisional. No hemos experimentado el amor
de Dios, su ternura conmovedora.
Tal vez alguien puede decir que
este miedo es precisamente la señal de que somos culpables, el testimonio de
los reproches que nuestra conciencia nos hace y del castigo que merecemos de
Dios. Sólo los pecadores deberían tener la cólera
de Dios, y el que la teme muestra por ello que es pecador.
Un razonamiento así no es tan
evidente, aunque refleje bien la reacción habitual del creyente medio hoy. En
efecto, para el que recorre el Evangelio, no es evidente que el pecador tenga
que temer. Al contrario: ¿No ha repetido continuamente Jesús que él ha venido
no para los justos sino para los pecadores? (cf. Mt 9,13).
Por otra parte no está en modo
alguno probado que sólo los pecadores temen a Dios. De hecho, hay muchos
creyentes y muchos justos – para emplear un término bíblico – que consideran
con tanta incertidumbre como temor su eventual encuentro con Dios. Hacen todo
lo que pueden para conjurar este malestar a fuerza de generosidad y virtud.
Cuanto más lo consiguen -y este logro es siempre relativo- más posibilidad
tienen, piensan, de evitar la cólera de Dios y de merecer su amor.
En efecto, hay dos categorías de
personas que deben temer la cólera de Dios: por una parte los pecadores empedernidos;
por otra, los justos empedernidos. El pecador empedernido, es decir, el que no
quiere en modo alguno oír hablar de cambio total, tendrá que confrontarse con
la cólera de Dios, incluso si consigue hábilmente escamotearla en la vida
diaria. Pero tenemos que pensar que, de hecho, hay muy pocos pecadores
empedernidos.
Por el contrario, hay sin duda
muchos justos empedernidos -si se puede hablar así-, personas que no conocen la
misericordia de Dios, y que tratan de portarse mejor sencillamente porque
tienen miedo de la cólera de Dios. Se librarán más o menos de ese miedo en la
medida que lleguen a realizar su ideal en la vida cotidiana. A la larga esto se
les puede hacer soportable, aunque vivan con un pobre consuelo. Por ello son
muy poco convincentes y mucho menos contagiosos. Porque no conocen todavía el
amor, y el poco que vive en ellos viene más bien de un cierto contentamiento de
sí, por lo que corren el peligro de aislarse a menudo de los demás. Han
recibido ya su recompensa (cf. Mt 6,2). Como no han oído hablar de la gracia,
no esperan nada más. Su vida no tendrá perspectiva ni salida si la palabra
empedernido, empleada tanto para los pecadores como para los justos, insinuase
un estadio definitivo. Sin embargo, todo es provisional en la vida del hombre,
y ligado al tiempo. En este sentido tanto los pecadores como los justos viven
en el tiempo, tiempo que es un don de Dios para ellos, un tiempo de gracia, y
por ello un tiempo abierto a la conversión. Ni el pecador empedernido ni el
justo empedernido permanecerán así para siempre. Están llamados a ser pecadores en conversión. Esto es lo que
tratamos de desarrollar a lo largo de este libro. Lo cual no es inmediatamente
evidente ni fácil de explicar. No se puede fijar en una definición, sino
únicamente tratar de describir a partir de una experiencia personal,
necesariamente limitada, y de la
experiencia de aquellos con quienes uno ha podido entrar en contacto.
Finalmente, es más fácil decir lo que no es, porque es mucho más confortable
vivir como pecador empedernido o como justo
empedernido que como pecador en conversión. Sin embargo, la gracia de Dios nos
empuja día tras día a esta vuelta total. Dios nos toca de muchas maneras para
llevarnos a este estado de conversión. Nosotros sólo podemos prepararnos para que
Dios nos toque.
Tendrán que ocurrir muchas cosas
fuera de nuestra buena voluntad o de nuestra generosidad natural. Esta vuelta total
no implica tan sólo que seamos heridos interiormente, sino también que se
cuarteen nuestros cimientos. Habrá rotura y pedazos. Algo en nosotros tiene que
venirse abajo. Como una construcción de
hormigón en la que hubiéramos trabajado muchos años
con gran cuidado, y que en un momento dado, funciona como un escudo contra
nuestro yo más profundo, y contra los demás, corriendo
así el peligro de protegernos contra la
misma gracia de Dios.
Este hundimiento no es más que un
comienzo, aunque lleno ya de esperanza. No hay que tratar de volver a edificar
lo que la gracia ha destruido. Hay en ello algo que tenemos que aprender, pues
es grande la tentación de construir un andamio ante la fachada que se bambolea y
volver al trabajo. Tenemos que aprender a permanecer junto a nuestras ruinas, a
sentarnos ante los escombros, sin amargura, sin dirigimos reproches y sin
acusar tampoco a Dios. Tendremos que apoyarnos sobre estos muros en ruina,
llenos de esperanza y de abandono, con la confianza de un niño que sueña con
que su padre lo arreglará todo, porque sabe que todo puede reedificarse de otra
manera, mucho mejor que antes. Como el hijo pródigo para quien tantas cosas se
habían hecho jirones: dinero, honor, corazón; que había perdido todo lo que
podía esperar de las criaturas y que, sin embargo, lleno de confianza, toma la
resolución de volver a casa de su padre. Por adelantado sentía instintivamente
que además del criado que esperaba llegar a ser, podría también seguir siendo
hijo. El que ha sido hijo una vez, lo sigue siendo siempre. En el mismo momento
en que el hijo perdido se reconcilia con sus escombros, está ya en su casa, en
casa junto a su padre. Por el contrario, el que lucha contra sus propios
escombros, lucha contra su padre y contra su Dios; sigue estando expuesto a la
cólera: no es capaz de reconocer el amor. El que se abandona hasta el punto de
alegrarse y de permanecer contento con su propia miseria, está ya rendido al
amor liberador.
Sólo podemos permanecer en la
conversión gracias a Jesús, encaminados y fortificados por el Espíritu de Dios.
En nosotros se va a realizar lo que le sucedió a Jesús en el misterio de su
muerte y de su resurrección. La confianza y el abandono de Jesús a su Padre, a
través de la muerte, ha hecho ineficaz la cólera de Dios para siempre. Nos
hacen capaces, con él, de reconocer el amor del Padre por encima de las muertes
y renuncias, y esto en nuestra más profunda debilidad. Porque estar en
conversión es pasar continuamente al misterio del pecado y de la gracia. Noten
bien que no es pasar del pecado a la gracia, sino al misterio del pecado y de
la gracia. Esto significa el abandono de toda justificación, de toda justicia
propia, y el reconocimiento de nuestro pecado para abrirnos a la gracia de
Dios.
Esta maravilla del pecador en camino
de conversión es la que el mismo Jesús reconoce que corresponde a la mayor
alegría del Padre en los cielos:
"Les digo que, de la misma
manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se convierta que por
noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7).
El maravilloso hombre pascual,
que continuamente muere en Jesús y
resucita, constituye la alegría y el orgullo
del Padre. Es una maravilla que se renueva cada día
sin terminar nunca. En efecto, mientras estamos en la vida presente, Dios está
siempre actuando. Porque el tiempo y la duración
de nuestra vida representan una forma de la gracia en nuestra carne: el Amor
ilimitado e indefectible de Dios. Podemos así,
cada día, establecernos en la conversión con el
corazón lleno de acción de gracias. Un paso fuera de este estado de conversión
significaría un paso fuera de Dios y de su amor. Esto, aunque pensemos en Dios,
hablemos de él, lo anunciemos. Incluso la oración dirigida a Dios se haría imposible,
pues no hay verdadera oración fuera de una continua conversión.
Fuera de la conversión estamos
fuera del Amor. En este caso no le quedarían al hombre más que dos posibilidades:
la satisfacción de sí y la justicia propia, o una profunda insatisfacción y la
desesperación.
Fuera de la conversión no podemos
estar en la presencia del verdadero Dios, pues no estaríamos junto a Dios sino junto
a uno de nuestros numerosos ídolos. Además, sin Dios, no podemos permanecer en
la conversión, porque no es nunca el fruto de buenas resoluciones o del
esfuerzo. Es el primer paso del amor, del Amor de Dios más que del nuestro.
Convertirse es ceder al dominio insistente de Dios, es abandonarse a la primera
señal de amor que percibimos como procedente de Él. Abandono en el sentido de
capitulación. Si capitulamos ante Dios, nos entregamos a Él. Todas nuestras
resistencias se funden ante el fuego consumidor de su Palabra y ante su mirada;
no nos queda ya más que la oración del
profeta Jeremías: "Haznos volver a ti, Yavé, y volveremos" (Lm 5,21;
cf. Jr 31,18).
Fuente: Louf, André, A
mercede de su gracia, Bs.As., Agape Libros, 2013, pp. 5-18
[i] Las citas bíblicas son tomadas de La Biblia de Nuestro Pueblo, Biblia del Peregrino, América Latina,
Ediciones Mensajero, Agape Libros, 2007.
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