“Y
estando José pensando en abandonar en secreto a María, he aquí que el Ángel del
Señor le apareció en sueños, diciendo: ‘José, hijo de David, no temas recibir a
María tu mujer, porque su concepción es del Espíritu Santo’”
Mateo
1, 20
Le
pesaban los brazos más que nunca esa noche,
de
acarrear la madera, de dar forma a aquel leño,
fatigado
de troncos y virutas filosas
el
cuerpo le pedía la horizontal del sueño.
Sumaba
otro cansancio que no da el martilleo
ni
el buril contra el cedro o el listón de cerezo,
limaduras
del alma cuando duda y vacila
reclamando
el sosiego del tálamo o el rezo.
A
solas con la pena de sospechar amando
-amando
la pureza del ser indubitable-
lo
vio dormir inquieto la luna nazarena
propicia
para un ángel que en el silencio hable.
Lo
llamó por su nombre, agregando el linaje
por
remembrar promesas como el vino a la Vid,
por
disiparle el miedo, el pálpito escondido:
Nada
temas José, hijo leal de David.
Lo
que guarda tu esposa no es obra de la carne,
ni
de los terrenales y humanos himeneos,
es
el Verbo anunciado desde todos los siglos,
nacerá
entre pastores, sonarán jubileos.
Alégrate
en las nupcias anunciadas al alba,
selladas
con el “hágase tu palabra en mi vida”.
Y
al mentar al misterio, calló el ángel doblando
en
señal de alabanza su ballesta bruñida.
Llegada
la vigilia y con ella la lumbre
al
corazón contrito como al del justo Job,
se
hizo lirio el cayado y una rosa el recelo,
su
paz era una escala que revivió a Jacob.
Danos
José la gracia de saber que la Esposa
no
es la adúltera oscura de quien la quiere infiel,
no
es la merecedora del epíteto duro
sino
esa tierra fértil “que mana leche y miel”.
Cuida
Santo Patriarca al Niño y la Señora,
de
los lobos bramando en negras ventoleras,
cuídanos
el pesebre, el sagrario y la misa,
quede
todo en tus manos augustas, carpinteras.
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